Entramos en materia delicada, y tenemos que pedir perdón y atención tolerante. En Venezuela, como en otros países hispanoamericanos, se considera mal, y hasta ofensivo, el uso tan general en castellano: “Dígale a su madre...”
Hay que decir su mamá. Y por extensión se ha dejado de usar también su padre, y se dice su papá. Estamos ante un hecho importante del lenguaje y conviene analizarlo con la mayor seriedad.
Papá y mamá se usan en castellano desde el siglo XVIII: los Borbones la trajeron de Francia. Antes se usaban papa y mama, que se conservan aún en los campos de Venezuela. Y también tata o taita. Todas ellas proceden del lenguaje infantil. Son la repetición de una sílaba explosiva, recurso elemental de comunicación. El niño llama a su madre por ese medio: ¡Mamá!, ¡Papá! Del uso vocativo han pasado a veces al narrativo: “Dice mi papá”, “Dice mi mamá”, etc. Y en usos afectivos, mi papaíto o mi mamaíta. Por influencia del cine norteamericano y argentino están entrando además papi y mami. Pero todas estas formas dan a la expresión cierto aire infantil. Una persona madura usa en castellano: “Mi padre”, “mi madre”. Un señor de cincuenta años que dice mi mamá, mi papá da la impresión de aniñado. Pero en Venezuela no. Un alumno de liceo dice la lección de historia antigua: “La mamá de Nerón...” El profesor, que casualmente es español, se sorprende o se escandaliza. Hay que decir: “La madre de Nerón...” Sin embargo, en Venezuela se dice así, y sólo así. ¿Por qué?
La explicación es de índole delicada, pero hay que afrontarla. Si digo mi madre o mi padre, casi nadie se sorprenderá, aunque pensará sin duda que soy extranjero. Pero si digo su padre o su madre, provocaré enseguida una reacción. Aun al leerlo, el venezolano sentirá un impulso consciente de réplica. ¡Si en los cursos de bachillerato es un problema mencionar el nombre de la isla de Sumatra porque el estudiante replica infaliblemente: “¡La sutra!”! Y ahí está el quid de la cuestión. Los viejos términos de padre y madre, que resumen varios miles de años de historia lingüística y familiar, están en peligro en el habla popular de Venezuela. Por tabú, porque madre se ha generalizado en usos groseros y obscenos. La información periodística recurre a veces a la horrenda progenitora para suplir a la madre: “Hacía quince años que había muerto su progenitora”. Y conozco casos en que su madre, dicho con la más absoluta inocencia, llega a ocasionar graves rencillas entre familias venezolanas y españolas. Eugenio Imaz, el gran amigo desaparecido, a quien le había pasado algo de eso, me decía con esa vehemencia y esa mímica suyas que le salían del alma: “¡Cómo es posible que su madre pueda ser ofensivo en ninguna parte!”
En cuestiones de lenguaje no hay más remedio que curarse de espanto. Todo es posible. El hombre usa una expresión con toda llaneza a través de las generaciones. De pronto una interferencia, una posibilidad de sonrisa suspicaz, de interpretación maliciosa, de juego malintencionado, pone la palabra en entredicho. Un verbo usadísimo es tabú en Argentina. Otro lo es en Venezuela y se sustituye por botar (“prohibido botar basura”) o por jalar (jalar el vestido o los cabellos). En Méjico y Guatemala blanquillos, en Venezuela ñemas, tienden a sustituir el nombre tradicional. El hecho es de lingüística general y podría probarse con una serie de voces de la lengua castellana. Y me abstengo de acumular ejemplos para que las letras negras del libro no se conviertan en coloradas.
Américo Castro, en una obra extraordinaria, La realidad histórica de España (España en su historia, en la edición anterior), estudia la tradición islámica en la vida y las costumbres españolas. Una serie de cortesías se remontan al árabe. Por ejemplo, el ofrecer la casa: “Está usted en su casa”. Pero también una serie de maldiciones e insultos, entre ellos la procaz alusión a la madre (en Venezuela el mentar la madre o la mentadera de madre tiene una forma más grosera que en el español general).
El castellano es una de las lenguas más impúdicas, pero en el habla popular o vulgar. En cambio, quizá sea la lengua más pudorosa del mundo en el trato social y en la expresión pública. E Hispanoamérica cae fácilmente en la pudibundez. Hay una sensibilidad muy afinada, casi hipersensibilidad, para todo lo que pueda ser doble intención o intención maliciosa. El que habla está pendiente del interlocutor, porque las palabras se tiñen con la intención del oyente y no se sabe hasta dónde pueden llegar. A esa hipersensibilidad se debe el tabú de madre en Venezuela.
¿Habrá que renunciar a decir su madre, su padre? Usarlas a la manera castellana parece atrevido y puede caer mal. Usar su mamá, su papá —como leemos aun en notas de pésame de instituciones oficiales o privadas— parece un poco infantil. Decir su señora madre, su señor padre es sin duda afectado. ¿Qué hacer entonces? Buscar la línea del equilibrio.
La línea del equilibrio puede ser la siguiente: usar las expresiones a la manera castellana en la lengua escrita. Generalizar el uso oral en casos como mi padre, mi madre, su padre, que nunca chocan. Reservar su señora madre o su mamá para los casos inevitables. Y tratar, por la obra de la escuela, de afinar y elevar la lengua familiar y popular. A Arturo Úslar Pietri le llamaba la atención, al regresar de los Estados Unidos, la “lengua sucia” de la gente. Limpiar la lengua es sin duda una manera de darle a la madre el puesto de honor que le corresponde en la lengua castellana.
Ángel Rosenblat. (1978). Buenas y malas palabras.
noviembre 11, 2007
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