Tal vez los fiscales del idioma fueron una ocurrencia exagerada del Ministro de la Cultura. Para muchos, incluso era un gesto tonto y sin sentido, pero a pesar de la fuerte oposición que encontró dentro del gabinete, la idea terminó por recibir el acuerdo del presidente. Realmente la situación idiomática del país en esos años había llegado a extremos alarmantes. Para hablar ya prácticamente se requerían traductores. Los políticos, los reporteros y comentaristas de radio y televisión, los periodistas buscando estilos novedosos, los escritores herméticos, el puntilleo de mucho poeta ebrio y la aguda proliferación de malas palabras y vocablos incomprensibles entre los jóvenes y la gente de los barrios, habían vuelto casi imposible el diálogo entre las personas y, con ello, como es obvio, se agudizaron los problemas ciudadanos por la falta de comunicación.
La primera resolución gubernamental sobre el asunto, aparecida en la Gaceta Oficial de uno de estos agitados días decembrinos, designaba como fiscales a los estudiantes de letras altamente calificados, a los gramáticos puros, y a los profesores de literatura. Más adelante, en una disposición complementaria se incorporaron escritores de reputada fidelidad hacia la ortografía y la sintaxis. Desde un principio la labor de aquellos hombres fue dura y sin clemencia. Se les facultaba para inmiscuirse en cualquier conversación, discurso, narración de noticias, declaraciones, así como intervenir correspondencia y ediciones de todo tipo, penando a los infractores con pesadas multas y hasta con la cárcel a los reincidentes.
Sin la menor duda, desde entonces se inició en el país una peculiar ola de terror por todas las ciudades. Los fiscales del idioma, armados con diccionarios y la gramática de Grijalbo acechaban por todas partes, allanando reuniones, interviniendo teléfonos, diarios y canales de televisión, y ante la menor incorrección en la forma de expresarse, obligando a los sediciosos a rectificar públicamente y a pagar la dolorosa pena pecuniaria que su falta ameritaba.
Frente a la actitud de mucha gente que empezó a hablar en voz baja, en secreto o en reuniones clandestinas en donde se desahogaban diciendo todo tipo de improperios, vino la infiltración de los fiscales y se inició el espionaje lingüístico, que dejó un saldo de sangrientas redadas y masivas detenciones de los conspiradores contra el buen decir. Las maldiciones y los insultos que proferían los detenidos cuando eran llevados esposados a las cárceles gramaticales sólo consiguieron agravar su pena, pues en los centros de castigo les establecieron dobles tareas, más estudios de gramática y los forzaban a aprenderse hasta centenares de palabras bellas de memoria.
No podemos decir que con aquella fiscalización intensa y las medidas represivas que implantó el gobierno se mejoró totalmente la dicción y la prosodia colectiva, pero es un hecho innegable, y a esta altura nadie puede sostener lo contrario, que por lo menos el país entró en un profundo silencio y una cautela en la expresión que, al menos por un tiempo, nos libró de oír tantas barbaridades. A los pocos meses y con millares de delincuentes gramaticales en la cárcel, la televisión se redujo a solo unas dos horas de programas semanales, los periódicos salían escuálidos cada dos días, y sobre todo hubo un sorprendente mutismo político, porque la Ley, entre otras cosas, prohibía terminantemente repetir la misma pendejada. Algunos fiscales extremistas propugnaron el regreso al castellano de Arcipreste de Hita, y por todos lados el pánico a la ola represiva llevó al estudio de los clásicos y a pensar cada palabra antes de hablar. Los tribunales de la lengua, especialmente creados para juzgar a los culpables, condenaron a conocidas figuras públicas a varios años de verbo irregular y al estudio del gerundio. Las desprestigiadas luminarias, temerosas de agravar su situación con un remitido, prefirieron tener sus antecedentes como delincuentes de la lengua, que seguir estudiando el “que” galicado y haciendo planas después de viejos. Se puede señalar como otro logro, que desaparecieron los chascarrillos, las frases con doble sentido y los acentos regionales.
Tal vez de todo aquello, lo que más molestó a la gente, incluso a muchos de los que al principio propugnaron y defendieron la medida proteccionista, fue que la juventud, temerosa de la pena máxima de cortarles la lengua, se volvió apática, callada y, al no poder rochelear con la palabra, perdió toda su alegría.
Después vinieron los excesos. Como siempre ocurre con las leyes muy duras, los encargados de aplicarlas abusaron, como fue el caso de la resolución que clausuraba la isla de Margarita y prohibía terminantemente hablar a sus habitantes. El descontento fue tan grande que puso en peligro hasta la estabilidad del gobierno, el cual, temeroso de las consecuencias de aquella batalla idiomática, empezó a ceder reventando el frente de la honestidad de los funcionarios. Poco a poco se inició la corrupción en los estratos bajos del poder, y con la moral por el suelo, por unas monedas, los fiscales permitían decir un “coño” o un “de que” mal puesto. Más tarde, los empleados altos y medianos empezaron a hacer la vista gorda ante reuniones privadas de gente influyente, en las que se permitía hablar a los presentes como les diera la gana. La campaña se desmoronó totalmente cuando la corrupción llegó a los estratos del poder judicial. Bajo la presión de los partidos o por el respaldo de una abultada cuenta, los jueces venales sentenciaban haciendo vista gorda ante verdaderas ofensas a Cervantes y se oían apelaciones que ya en sí mismas eran una aberración gramatical.
Después todo se fue olvidando. Lentamente siguió el proceso de degeneración del latín por la vía de nuestro seudo castellano, hasta un punto en que hoy, al tanto tiempo de aquellas jornadas de defensa del idioma, ya nadie entiende a nadie, cada grupo y cada gremio habla en su propia jerigonza y es frecuente ver en sitios públicos a la gente haciendo señas para tratar de explicar lo que desea.
Otrova Gomas (1989). Cuentos de la noche.
noviembre 06, 2007
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