noviembre 10, 2007

Los retos de la traducción

Uno de los libros más notables e interesantes publicados este año en Estados Unidos es la traducción comentada de los Salmos hecha por Robert Alter. Que el contenido de este libro se corresponda con uno de los textos más leídos y repetidos en el ámbito de la cultura judeocristiana le agrega el mérito de la audacia al trabajo de Alter, quien quiso --en lo que algunos juzgarán un alarde de erudición-- distanciarse del sentido metafórico al que recurren continuamente la mayoría de las traducciones bíblicas, para ser más fiel al lenguaje directo del hebreo original, sin traicionar, al mismo tiempo, la naturaleza del idioma receptor, es decir, del inglés.

Otras obras clásicas, si no tan populares como los Salmos, sí con una impresionante solera y una indiscutible primacía en el canon occidental, han aparecido también con nuevas traducciones al inglés. De Robert Fagles se publicó la traducción de La Odisea en 2005 y de La Eneida al año siguiente. Esta última seguía de cerca a la traducción de Stanley Lombardo que, a su vez, había aparecido unos veinte años después de la de Robert Fitzgerald, que fue muy elogiada por la crítica y que venía a sobreseer, de alguna manera, la de John Dryden que, durante siglos, se tuvo como la Traducción al inglés del célebre poema de Virgilio.

Estos ejemplos sirven para resaltar algunas verdades obvias: la dependencia que tenemos y hemos tenido siempre de las traducciones y la inevitable desconfianza (o comprometida confianza, si queremos expresarlo más positivamente) que pueden merecernos las traducciones más venerables en la medida en que el abismo cultural, temporal y lingüístico entre los dos idiomas sea mayor (resulta patética, por ejemplo, la vehemencia con que algunas personas defienden una doctrina o un pasaje bíblico que les llega contaminado por una defectuosa traducción, de las que hay muchas en las versiones más populares de nuestras Escrituras). El traductor, por fiel que se proponga ser, siempre tendrá algo de traidor; sin embargo, éste es el inevitable riesgo que estamos obligados a correr a menos que nos demos a la improbable tarea de dominar todas las lenguas.

En lo que toca al idioma que más nos concierne, el español, se da el fenómeno curioso de que, si bien se ha convertido en una lengua receptora por excelencia (a la cual se traduce casi todo lo que consumimos en el campo de las ciencias, las tecnologías, las disciplinas humanísticas), no se producen en ella estos empeños eruditos que apuntábamos al comienzo de este artículo o, por lo menos, son más escasos y menos notables; tal vez porque la indigencia y dependencia culturales que venimos padeciendo desde hace bastante tiempo crean un ambiente poco propicio al desarrollo de esta clase de proyectos. La inferioridad actual del español como fuente de cultura viva, frente a otros idiomas, y sobre todo en comparación con el inglés, resalta nuestro colectivo subdesarrollo, no importa la cantidad de hispanohablantes. La enorme población de habla castellana en el mundo no nos redime de vergüenza, más bien sirve para acentuarla.

En Estados Unidos, donde se da el fenómeno vivo de un encuentro entre el inglés y el español como en ningún otro lugar, las traducciones entre ambos idiomas se han hecho perentorias en todas las esferas de la vida --al extremo de que casi todas las grandes empresas y organismos gubernamentales tienen servicios en español; no obstante, aún está por iniciarse el vigoroso intercambio cultural que, idealmente, podría esperarse como un resultado de esta convivencia. De hecho ha habido y sigue habiendo traducciones en ambas direcciones; pero estos empeños editoriales, con sus lógicas excepciones, parecen hasta ahora demasiado modestos e incapaces de convertirse en auténticos instrumentos de comprensión e intercomunión entre ambos grupos lingüísticos.

A mi ver, el mercado de la traducción literaria ha servido hasta ahora, por lo general (no se puede en esto como en casi nada absolutizar), para el trasiego de estereotipos, en el cual algunos best sellers pasan al español y recibimos a cambio una literatura más bien pintoresca o folclórica que sirve para resaltar las diferencias, pero que hace poco por encontrar, divulgar y afirmar los valores comunes a ambas culturas --la anglosajona y la hispánica-- como partes de ese estadio superior de la civilización a la que llamamos, con legítimo orgullo, Occidente.
Vicente Echerri
©Echerri 2007
http://www.elnuevoherald.com/opinion/story/113989.html

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