He encontrado una manera original de descubrir cuándo un libro o una crónica periodística proceden de una fuente anglosajona: cuando los números están mal traducidos.
Esto requiere una explicación, ya que podría parecer que nada necesita menos traducción que un número, algo universal en sí mismo. Pero muchas veces los números van unidos a unidades, y ahí ya hace falta una conversión. Voy más allá: a veces hace falta una conversión y una traducción.
Un ejemplo: acabo de leer un libro de Felipe Fernández-Armesto (“Los conquistadores del horizonte. Una historia mundial de la exploración”, Destino). Por el nombre, además de la dedicatoria o la introducción, podría parecer que el libro fue escrito en español; pero, por otra parte, sé por obras anteriores que el autor es profesor en Londres y suele escribir en inglés. Que en este caso es así, y que la labor del traductor no ha sido una mera ayuda, lo demuestra el que los números están mal traducidos.
Así, se habla de un explorador que “recorrió 16.000 kilómetros”, de otro que midió “cerca de 3.200 kilómetros de la costa del continente”, o de que los bóers avanzaban “en un frente de unos 160 kilómetros de ancho”. A nadie que escribe en español se le ocurre decir “unos 160 kilómetros de ancho”. “Unos” o “cerca de” o “aproximadamente” requieren un número redondo, y sólo en casos muy excepcionales uno está dudando entre 159 y 162, por ejemplo.
Es claro que el original hablaba de “cerca de 2.000 millas”. Si el autor hubiese escrito en español habría empleado una expresión como “unos tres mil kilómetros”, y una correcta traducción debería tener en cuenta esta circunstancia.
Como decía, es un error común. Me encontré hace poco muchos ejemplos de este tipo en la obra de Jared Diamond “Colapso”, en que de nuevo cifras como 80 o 320 kilómetros aparecían con sospechosa frecuencia. Es más, sospecho que en este caso hay incluso un probable error de conversión en la descripción de los glaciares de Australia: 32 kilómetros cuadrados en el sudeste de los Alpes australianos y unos 1.600 kilómetros cuadrados de la isla de Tasmania. No dispongo del original, pero no me extrañaría que el traductor no haya caído en que en caso de superficies el factor de conversión es diferente, como pasó recientemente en un artículo de El País.
Es un error incluso más habitual en los periódicos, y permite detectar cuándo las fuentes de la noticia son anglosajonas. Por ejemplo, he tenido ocasión de leerlo en el caso de corresponsales de guerra, que hablaban de distancias de aproximadamente 32 kilómetros: está claro, por mucho que estén sobre el terreno, sus fuentes son (por ejemplo) las tropas de Estados Unidos.
La razón de este error es, además de las prisas, la poca conciencia que tienen muchas personas sobre el concepto incertidumbre, y que es visible sobre todo en personas de educación humanística (vamos, de letras) cuando tratan temas científicos.
La traducción de la ciencia
Me lleva este asunto a tratar el aspecto más general de la traducción de textos científicos. Debo decir que, en general, el panorama es desolador. Tanto que he tomado la decisión de leer lo menos posible textos de divulgación traducidos (y esto vale no sólo para la ciencia pura, también aplica al menos en parte a cualquier texto especializado, incluso de historia). Si puedo, prefiero leer el original.
La razón es que rara vez se obtiene una traducción a la vez correcta desde el punto de vista científico y lingüístico.
Si la editorial ha escogido un traductor profesional, es posible que no emplee los términos apropiados, o no dé el enfoque científico que tenía el original (del que el adecuado tratamiento del redondeo que antes mencionaba es sólo un ejemplo). Si de la traducción se encarga un científico, la probabilidad de encontrarse errores, falsos amigos, malas interpretaciones es muy elevada.
Además, es fácil ver cuál es la formación del traductor: si aparecen a menudo palabras como actualmente o eventualmente donde debería leerse, respectivamente, en realidad o al final, se trata de un científico. El caso contrario es más complicado, y no siempre detectable. Podría indicar casos concretos. Por ejemplo, “yodina” en vez de “yodo” (de iodine). O mi favorito, aquel libro de divulgación de Salvat, en la que se hablaba del “efecto giroscópico, como una cumbre que gira”; dado que ese efecto es el que hace funcionar la peonza, busqué cómo se decía peonza en inglés, y, efectivamente, es spinning top.
No se me tome esto como un ataque a los profesionales. La traducción me parece un arte muy difícil y muy poco valorado. En mi caso, yo mismo lo he practicado en ocasiones, sobre todo en traducciones hacia o desde el esperanto, y he experimentado lo difícil que es dar el estilo apropiado al texto para que se lea como si fuera un original. Es más, estos textos del blog los suelo publicar en dos idiomas, aunque casi siempre adaptados, y a veces me da la impresión de que un lector atento podría deducir en cada caso cuál fue el texto que escribí primero.
El problema es que para traducir un texto científico hacen falta dos habilidades distintas, que no suelen coincidir en la misma persona. Por eso sería tan deseable que las editoriales serias se esmerasen en un servicio de calidad, gastaran algo más y encargasen la tarea a dos personas, una que tradujera y otra que revisara.
Y si el problema es habitual en el caso de libros, qué no decir de la televisión o las películas. Hace tiempo, tras un especial sobre energía nuclear en que no dieron pie con bola, me quejé a la dirección de documentales de TVE por la pésima calidad de las traducciones. Lógicamente, sin éxito, así que no he vuelto a ver “Documentos TV” desde entonces. En el caso del cine, baste recordar aquella película de James Bond en la que los rusos querían destruir el Valle de la Silicona. Como decía un amigo, ¿es que quieren dejar sin tetas a los Estados Unidos?
De todas formas, lo del cine casi lo doy por perdido en general. Especialmente cada vez que escucho el verbo “solía” (en vez del pasado imperfecto español) o el “¡que te jodan!”, cuando en España se diría “vete a tomar por culo”. Sí, ya sé que a veces el doblar o subtitular tiene sus propios condicionantes, sobre todo de concisión, pero otras veces se debe simplemente a que las distribuidoras no contratan a buenos profesionales y les pagan bien. Sin más.
Mi error favorito
Para terminar con las malas traducciones de obras científicas, no puedo dejar de comentar mi favorita, la que me parece más destacada, porque se trata de una mala versión de todo un artículo. En este caso, no es un problema lingüístico ni terminológico, sino uno más profundo, porque quiere decir que el traductor no entendió el texto, o se olvidó de la regla de oro: que no se traducen las palabras, sino el contenido. Se trata del capítulo “Perdido en la no-traducción”, del ya antiguo libro de Isaac Asimov, “La tragedia de la luna”. En él Asimov habla del libro bíblico de Rut, y de cómo los lectores actuales no entienden casi nada del contenido fundamental de la historia, ya que en la Biblia se hace referencia a que Rut era moabita, un detalle que actualmente no nos dice nada. Lo mismo ocurre con la parábola del buen samaritano: hoy en día imaginamos que los samaritanos por definición eran buenos. Por eso, Asimov propone que traduzcamos moabita por negra y samaritano por negro, y así se comprenderá totalmente la enseñanza de las dos historias bíblicas. Pues bien, a los españoles de los años 70, cuando se publicó el libro, la palabra negro les producía casi el mismo efecto que moabita (actualmente no estoy tan seguro). En cambio, si hubiera hablado de gitanos, seguro que lo hubiéramos entendido mucho mejor. ¿No se dio cuenta el traductor que todo el meollo del capítulo se perdió en la no-traducción?
http://www.delbarrio.eu/2008/05/traducir-numeros.htm
diciembre 02, 2008
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