Ya señalaba Fray Luis de León, en su traducción del Cantar de cantares, que el traductor debe trasladar y no explicar. Que no siempre es fácil encontrar equivalencias exactas con las palabras o fórmulas del texto original, pero que el traductor no debe caer en la tentación de explicar aquello que tiene entidad literaria porque concentra en una imagen la intensidad de un concepto.
Traducir significa llevar a cabo una labor artesanal en la que se comprometen la pasión por la palabra, el deseo de hacer buena literatura, buscando entre las distintas posibilidades del idioma las más precisas, por un lado, y las más próximas, por otro, a la intención del autor. El traductor es una especie de lector obsesivo que se propone traspasar el nivel superficial de la lectura e ir accediendo, poco a poco, a las distintas capas que conforman un texto. Por utilizar una imagen de Dylan Thomas, el traductor (el lector en grado superlativo) tiene que llegar a captar lo inefable, es decir, aquellos sentidos latentes en una palabra o en una expresión.
Pero incluso frente a textos sin pretensiones literarias –una guía de viajes, un relato de consumo, una noticia periodística-, el traductor necesita alcanzar ese nivel de corrección lingüística que permite leer un texto como si se hubiese sido escrito por primera vez en la lengua a la que se traduce. Y no se trata de embellecer el texto original, si éste no tiene mayor vuelo. Se trata de poner en ejercicio, insisto, el amor por la palabra, el amor por la propia lengua. Sé que estas frases tienen algo de tópico y quizás un asomo de cursilería (hay palabras que se desgastan y se enferman, decía Julio Cortázar), pero caigo en la tentación de usarlas, sobre todo cuando se observan los descuidos y la falta de respeto por la lengua en ciertos programas televisivos, hasta en aquellos cuyo eje temático son, precisamente, las palabras. Confío en que la comisión designada por el que será nuestro próximo gobierno se ocupará de atacar esos desafueros. Hablar (y escribir bien) no significa solamente ser correcto: significa recuperar el sentido último de la palabra “comunicación”. La lengua no sólo transmite un mensaje puntual; transmite, además, una concepción del mundo y es, en tal sentido, un instrumento óptimo para mejorar la convivencia, estimular el diálogo, respetar la diversidad y comprender las diferencias entre los seres humanos. Sin dedos índices acusadores ni arrogancias belicosas.
Como reza uno de los epígrafes, firmado por George Steiner, de la página de Acett, “sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio”. Se nos educa, en general, para que vivamos nuestra actividad específica como un compartimiento estanco. Sin embargo, la plena conciencia de la importancia de la traducción y del buen trato a la lengua que nos vincula constituye el mejor camino para que la democracia no sea una mera ficción o un rótulo, sobado hasta el cansancio, en los discursos de circunstancias. Ello supone mantener viva la pasión por el buen uso del idioma. Como si siempre estuviésemos aprendiendo a hablar.
Fuente: Mario Merlino, La traducción como arma de la vida en común: http://www.cedro.org/Files/foro41.pdf
Traductor y presidente de ACEtt
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